De nuevo la niebla, esa sensación de blanco enturbiamiento que no nos deja ver más allá de nosotros mismos. De vez en cuando se disipa, se observan pequeños retazos del camino, a lo lejos se intuyen montañas, molinos de viento en calma. Una ráfaga de visión parece que nos ampliará el horizonte, pero casi es un espejismo. Se vuelve de nuevo a cerrar, a situarnos en un entorno cerrado.
La nieve que poco a poco domina también el paisaje no ayuda, nos atrae por su blancura, pero se circunscribe a lo poco que vamos viendo.
Llega la subida. Esas rocas retorcidas, cuarteadas y húmedas nos ponen en aviso, prudencia, tranquilidad. Poco a poco vamos ascendiendo y superando sus aristas hasta ver la cumbre, más que a verla a intuirla, a sentir que ya está ahí.
Por fin el planteamiento del día se cobra su fruto. Llegamos a destino y tan solo nos resta volver, descender con prudencia para saborear lo conseguido.
La nieve caída y esa niebla agobiante nos obliga a plantear la bajada por la pista, hasta encontrar un camino más acorde a las circunstancias del día. Pero lo que algunas veces es sencillo, se convierte en un segundo en una trampa, si no estás atento a todo.
Un pequeño obstáculo en el camino, una brillante y resbaladiza piedra en medio de la senda y das con tus huesos en el suelo sin apenas enterarte.
Más que el dolor es el orgullo magullado lo que te molesta, el no haber mirado, el despiste ante lo que parecía un camino fácil y sencillo.
Pero al final, ahí estás de nuevo, en la meta, en el autobús para recogerte y recordar lo que ha sido el día, para prepararte para la próxima cita, porque algunos no podemos dejar de pensar en la siguiente. Vivimos por y para la montaña porque es lo que nos da la alegría y las ganas de salir a contemplar y a vivir en la naturaleza.
